martes, octubre 21

Cardenal Baltazar Porras impulsó mensaje de reconciliación para Venezuela en la Pontificia Universidad Lateranense


En el marco de los actos protocolares previos a la canonización del beato José Gregorio Hernández Cisneros, el Cardenal venezolano Baltazar Porras participó como ponente en la conferencia «El venezolano posible trabaja por la paz», celebrada en la prestigiosa Pontificia Universidad Lateranense.

El evento, que congregó a académicos, fieles y miembros de la diáspora venezolana, sirvió como un foro de reflexión sobre el papel fundamental de la ciudadanía en la construcción de una cultura de paz y reconciliación nacional. El Cardenal Porras, arzobispo emérito de Caracas y figura clave en el proceso de canonización, subrayó en su intervención la vigencia del ejemplo de José Gregorio Hernández como un modelo de servicio, caridad y encuentro que todo venezolano puede emular.

La conferencia se enmarca en las actividades organizadas por la Santa Sede y diversas instituciones eclesiales para profundizar en el significado espiritual y social de la próxima canonización, un evento que ha movilizado a peregrinos de todos los rincones del mundo y que se celebra por primera vez para dos figuras nacidas en Venezuela.

La Pontificia Universidad Lateranense, conocida como la universidad del Papa, acogió este diálogo que reforzó el mensaje de esperanza y unidad que la Iglesia Católica promueve para Venezuela, inspirándose en la vida y obra de su próximo santo.

PALABRAS DEL CARDENAL BALTAZAR ENRIQUE PORRAS CARDOZO, EN EL ACTO EN HOMENAJE A SAN JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ CISNEROS EN EL PARANINFO DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD LATERANENSE DE ROMA. Viernes 17 de octubre 2025.

EL VENEZOLANO POSIBLE TRABAJA POR LA PAZ

Estar en esta Casa del saber y de la fe a la sombra gratificante del Papa es una ocasión para dar gracias por el acontecimiento que nos reúne. La canonización del Médico de los pobres y de la Madre Carmen Rendiles, ambos asiduos de la Eucaristía y del bien del prójimo, del excluido, tanto en el campo sanitario como en el de la educación, siguen siendo hoy, prioridades para el bienestar colectivo. Gracias a las autoridades de la Pontificia Universidad Lateranense por ser tribuna de las virtudes y actualidad de los dos primeros santos venezolanos.

El tema de la paz es hoy día una prioridad para cualquier bautizado, más aún, para toda persona de buena voluntad, pues vivimos un cambio de época que postula como valor la confrontación, la violencia, la guerra, y el olvido de la exigencia de igualdad y equidad para que la convivencia de los pueblos sea la ruta de la fraternidad, el progreso integral y el encuentro de los pueblos y culturas en medio de las diferencias.

El pensamiento latinoamericano ha sido claro en llamar la atención de que la paz no se encuentra, sino que se construye. Supone y exige el trabajo laborioso que nace de la convicción profunda, de la religiosidad más auténtica, en la que el seguimiento a Jesús, a su vida y doctrina, es tarea diaria nada fácil, pero sí posible, como lo hizo nuestro Señor en medio de la oposición o desinterés del amor al prójimo. Tiene en su trayectoria, primero, descubrir la presencia del otro como un igual, imagen y semejanza de Dios; en la que las diferencias no son muros infranqueables, sino oportunidades para encontrar las coincidencias antes que las diferencias que nos permitan caminar juntos en pro de un mundo mejor. Ello exige, capacidad de escucha, respeto del otro, despojo de toda violencia y fanatismo, perdón y sentido samaritano para sanar heridas. “Ningún gesto de afecto, ni siquiera el más pequeño, será olvidado, especialmente si está dirigido a quien vive en el dolor, en la soledad o en la necesidad como se encontraba el Señor en aquel momento” como nos recuerda el Papa León (Dilexi te, n. 4).

Desde los inicios de la presencia hispana en tierra venezolana se respiraron aires de paz de parte de los misioneros pioneros en la defensa de los habitantes primigenios. La primera iniciativa de evangelización pacífica en el nuevo mundo, se realizó en los territorios orientales venezolanos de mano de los primeros dominicos que pisaron nuestra tierra. Fracasó porque se impuso el ansia desaforada de quienes buscaban el Dorado y la riqueza fácil a costa de la vida de los aborígenes y de la destrucción del medio ambiente. Confundidos por los indios con aquellos filibusteros, fueron sacrificados y fueron los primeros mártires por la fe en Suramérica. Corría entonces el año de 1513, preludio del grito de Fray Antonio de Montesinos en La Española, camino a una legislación que pusiera coto al irrespeto de los naturales.

Los siglos coloniales en nuestro territorio, con sus luces y sombras, transcurrieron en paz, pues no se dieron los desmanes que hubo en los imperios azteca e incaico. La evangelización de las órdenes religiosas, privilegió introducir la cultura hispana de la vida en ciudad y en la proliferación de técnicas para la agricultura y la cría, lo que significó imponer el estilo peninsular de vida. Más bien, las diferencias de las clases sociales impuestas por las autoridades locales introdujeron murallas en el acceso a la riqueza, a los cargos públicos o al ejercicio de profesiones y la posibilidad de estudios tanto primarios como universitarios de los blancos de orilla, los mestizos, indios o esclavos.

La guerra de la Independencia despertó los demonios del exterminio, del fanatismo, de la destrucción del otro, con la aparición de jefes militares desconocidos, tanto peninsulares como criollos, que impusieron la pena de muerte a los disidentes al margen de la ley. El decreto de Guerra a muerte del Libertador, hay que situarlo en este marco. Lo que quedó claro al poco tiempo es que, quien a hierro mata a hierro muere, siendo así cubierto de atrocidades el suelo patrio desde oriente a occidente. La regularización de la guerra y el armisticio antes de la batalla de Carabobo intentó poner fin a aquella barbarie. Pero el siglo diecinueve republicano tuvo el sello fatídico de las guerras civiles que sumieron al país en la pobreza y el retroceso. El cansancio de tantas penurias fue calando en parte de la población, valorando la paz como el sendero correcto para la vida ciudadana en paz.

En este escenario nació José Gregorio Hernández. El paisaje montañoso andino era más propicio a la paz que la tierra llana donde se movían los grupos armados rebeldes que ponían y quitaban gobiernos con pomposas ofertas de igualdad que nunca llegaron. La formación integral que recibió el joven trujillano, en el que el acento religioso llamaba más al trabajo y a la aceptación del diferente, forjó el alma de José Gregorio bajo la conducción de su papá, que lo preparó para el estudio superior en la capital, a fin de que su hijo fuera hombre útil al progreso y servicio de sus conciudadanos.

La vida profesional como médico y profesor universitario, junto con su pasantía en París, lo llevó a la convicción –humana y cristiana– sobre la importancia del estudio, de la cultura del encuentro, la escucha como caminos para limar asperezas. Todo ello bajo la guía de una fe inquebrantable que alimentaba en la oración, la eucaristía, las devociones populares y el ojo puesto en ayudar al prójimo.

Desmitificar los antiguos ideales impuestos por los caudillos militares, transformar los discursos y lenguajes llenos de sentido hueco, manipulando conciencias y ofreciendo castillos de arena, obligaban a dar pasos a nuevos horizontes. La paz no es una mera idea, potenciar imaginarios que conduzcan a la esperanza es tarea siempre pendiente, antes y ahora. Hacer memoria como categoría antropológica y religiosa, abren postigos a los valores que hacen posible trabajar por la paz. Superar la revictimización, es decir, convertirse en los líderes que destronaban a los que estaban, pero usando las mismas armas para destruirlos. Reconstruir, es tarea ardua, paciente, dolorosa, pero absolutamente necesaria.

En José Gregorio, este gusanito lo llevó a buscar caminos nuevos. El compartir con todos, ser fiel a los principios, pero abierto a descubrir los valores del otro, lo convirtieron en un apóstol infatigable por la paz, no solo en su entorno, sino en una dimensión global, como fue el lejano escenario de la primera conflagración mundial del siglo XX. A su muerte afloró lo que parecía un capullo sin abrir. Los primeros testimonios sobre su extraña pero atrayente personalidad surgió de varios de sus amigos que militaban en otras esferas del pensamiento. El Dr. Luis Razetti y el novelista Rómulo Gallegos, lo expresaron de forma espontánea, reconociendo que estaban ante un ser singular y especial, gracias a su fe católica que lo hacía diferente pero cercano. Más aún, se descubrió entonces, el voto que había hecho en el silencio de su corazón, ofreciendo su vida para que cesara la primera guerra mundial. Y así fue. Coincidencia, milagro, no lo sabemos, pero sí que pone muy en alto las miras de la fragilidad de un hombre humilde que no dudó en poner su vida al servicio de la humanidad entera. A ello se sumó el testimonio popular que hizo de sus exequias la manifestación mayor en la historia de la ciudad capital.

El tiempo se fue encargando de convertir casi en leyenda las dotes taumatúrgicas del médico de los pobres, al que recurre el pueblo ante la ausencia de una política sanitaria que alcance a todos por igual. Como una bola de nieve fue creciendo el recurrir a la intercesión del santo milagroso. El número de placas de agradecimiento por la salud recobrada y los “milagritos”, exvotos, pequeñas prendas que representan un hueso o una parte del cuerpo humano, se cuentan por millares y no se deben confundir con expresiones extrañas a la fe, ni como expresiones de santería o superstición. El pueblo latinoamericano tiene formas muy sencillas pero auténticas de expresar su fe.

Los tiempos que corren calzan con las exigencias de la paz. Vivimos en un mundo cada vez más líquido y globalizado. Sentimos la tentación de replegarnos, de añorar el tiempo pasado, mirando el presente con nostalgia o desconfianza. El Espíritu nos invita a no huir de la complejidad, a tener otra actitud y afrontarlo con esperanza, con la mirada a lo alto y los pies en la tierra. La indiferencia o el pesimismo no son actitudes cristianas. La oración continua por la paz en un mundo plagado de conflictos sangrientos, de guerras absurdas, de confrontaciones inútiles que solo sirven a los intereses de los poderosos. Hacer visible el Evangelio con nuestras acciones personales y comunitarias, por tantas injusticias contra la dignidad de la persona, por tantas guerras olvidadas, por tantos regímenes que solo tienen un dios, el poder. La Iglesia no huye de la realidad la asume con la convicción de que el tiempo es superior al espacio, teniendo en cuenta que el centro es, debe ser, la periferia, los olvidados y excluidos.

La apuesta por la construcción de sujetos llenos de esperanza desde lo vivido, lo padecido y las emociones encontradas, superando resentimientos, diferencias que entorpezcan caminos de una auténtica cultura de paz. La apuesta cristiana no es por la ausencia del conflicto o la violencia, sino en afrontarlos con esperanza. Por eso es importante promover la educación en derechos humanos y la construcciòn de nuevas redes de confianza que superen la desconfianza y falta de credibilidad de quienes quieren imponer nuevos patrones. Dar paso a un proyecto de país, a una ciudadanía de paz que deconstruya las dinámicas de conflicto social, de confrontación, de normalización de las injusticias, que es el clima en el que se ha querido destruir la convivencia pacífica más allá de las diferencias. Es casi un milagro que ante esta anticultura de la paz, el pueblo venezolano no ha optado por la lucha armada ni por la eliminación del que nos considera enemigos, porque no somos dóciles corderitos que siguen normas para hacer del desorden el escenario que nos haga vivir en zozobra y con miedo.

Las Naciones Unidas (1998) define la cultura de la paz como “aquellos valores, comportamientos, actitudes y acciones que favorecen la gestión pacífica de los conflictos mediante el diálogo y la negociación que se establecen entre personas, grupos y países”. Sin dejar de reconocer la existencia de la conflictividad en la actividad humana. Tal como lo ha señalado reiteradamente la Conferencia Episcopal Venezolana, vivimos en una situación moralmente inaceptable. La merma del ejercicio de la libertad ciudadana, el crecimiento de la pobreza, la militarización como forma de gobierno que incita a la violencia y la introduce como parte de la vida cotidiana, la corrupción y la falta de autonomía de los poderes públicos y el irrespeto de la voluntad popular, configuran un panorama que no ayuda a la convivencia pacífica y a la superación de las carencias estructurales de la sociedad.

José Gregorio se convierte en el ícono que amalgama a todos en nuestra sociedad plural más allá de las diferencias de toda índole existentes. Parece indispensable un marco social referencial diferente en el que se desarrollen acciones que puedan mejorar y contribuir a la cooperación (justicia, igualdad, ensalzamiento de la vida), unidos a la capacidad de negar actividades violentas o planteamientos culturales cerrados (exclusión, singularismos, manipulación). En fin, es necesario transformar y entender las realidades donde se encuentran presentes. La paz es un ejercicio que empieza con uno mismo, se teje en las conexiones con los otros, desarrolla una memoria sensible para no caer en los mismos errores del pasado; y la memoria invita a fortalecer las redes y las comprensiones diferenciales entre los diversos actores de la sociedad.

Esto no es posible si no se asocia a un cambio de mentalidad que pueda incidir en la transformación cultural. Todavía persiste, a veces enmascarada, una cultura que descarta a los demás sin advertirlo siquiera y tolera con indiferencia que millones de personas mueran de hambre o sobrevivan en condiciones indignas del ser humano. También, nosotros los cristianos podemos contagiarnos por actitudes marcadas por ideologías mundanas o por posicionamientos políticos y económicos que llevan a a injustas generalizaciones y a conclusiones engañosas (cfr. Dilexi te, 11 y 15). ¿Cómo conciliar la justicia con el perdón y la reconciliación? Todo crimen o desigualdad no puede quedar impune pero cualquier justicia punitiva no lleva al encuentro sino a satisfacer la venganza. Es enorme el desafío de reconstrucción de la sociedad, pero no puede quedar en manos de los más extremistas ni en la falta de participación ciudadana que entrelace pequeñas experiencias de entendimiento y encuentro en el ambiente circundante, escenario de la vida cotidiana.

El cambio de mentalidad debe ir acompañado de la educación, una de las expresiones más alta de la caridad cristiana, una misión de amor, porque no se puede enseñar sin amar como recordaba el Papa Francisco. Se unen allí la formación permanente que cultivó José Gregorio y la misión de Madre Carmen con la juventud. Desde la realidad venezolana adquiere relevancia el tema de los migrantes al que hay que responder desde acoger, proteger, promover e integrar. “Cada ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo. No es solo un problema que debe ser afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribur a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio” (Dilexi te, 75). Por último, el tema de los presos polìticos privados de libertad por razones no siempre claras. Se rompe la unidad familiar y sufren todos sin que haya a quien recurrir.

En continuidad con el ejemplo de nuestros santos, redoblemos la convicción de ser bautizados, fuente de identidad comunitaria. La esperanza cristiana es esencialmente comunitaria. El individualismo y el encierro en los propios intereses ahogan la esperanza y nos hacen perder de vista la misión de Cristo y la condición de Pueblo de Dios como sujeto de la historia de la salvación. En ello, la posición de José Gregorio fue clara y valiente ante las injusticias estructurales y personales. La audacia y creatividad para emprender acciones que hagan accesible la experiencia del Dios que se revela en Jesucristo, obedientes al Espíritu que nos saca de nuestro confort.

La canonización de los primeros santos universales nacidos en nuestra tierra nos impulsan a seguir sus huellas, a imitar su comportamiento, a aferrarnos más a la oración sincera, a la confianza en el Señor y en la ayuda de la ternura de María nuestra madre. El desafío es gigante, pero más puede la gracia y la constancia en el bien común que debe dar razones de esperanza para que la fe cristiana sea motor de cambios profundos que humanicen nuestro entorno y nos abra a la trascendencia plena. Que este feliz acontecimiento sea punto de partida para una vivencia más plena de la fe recibida de nuestros mayores, apuntaladas con el ejemplo cercano de tanta gente buena que espera en nuestra iniciativa samaritana, sanadora y reconfortante. Es el venezolano posible que llevamos dentro. Que así sea.

57-25(15663) Fotos Jean Carlos González

12-10-25

 

 

 



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