Apenas se deja el pueblo de Las González, la zigzagueante y estrecha carretera de tierra se abre paso en medio de un paisaje semiárido. Dominan los precipicios, rocas que se desprenden de las cárcavas, cactus y árboles de cujíes adaptados a la escasez de agua y al sol intenso.
El conductor del todoterreno entre anécdotas y chistes se mantuvo muy locuaz; buscando que sus pasajeros se relajaran y no prestaran atención a los tramos empinados donde el camino parecía esfumarse en una subida interminable hacia las nubes.
Después de una hora apareció el asfalto e instantáneamente “volvió” el alma al cuerpo de los viajeros. En el paisaje empezaron a descollar parches de bosques nublados y colinas acondicionadas para sembradíos que retan la Ley de la gravedad.
El ascenso prosiguió, la temperatura descendió y una espesa neblina dejó entrever vegetación característica de los páramos merideños. Resultó muy extraño, pues no es fácil imaginar que tras esos recónditos paisajes surgen frailejones, musgos y arbustos repletos de líquenes.
¿Qué más depararía el viaje antes de arribar a Mucuchachí?, la incógnita se despejó luego de 4 horas y media de camino. A orillas del río homónimo, unos niños se lanzaban corriente abajo en improvisados flotadores; mientras labriegos con sus animales de carga cruzaban el portal que orgullosamente reza, “Bienvenidos al corazón del sur, Mucuchachí”.
Al día siguiente, cuando apenas despuntaban los primeros rayos de sol en las montañas que rodean al pueblo, una algarabía llamó la atención de los viajeros. Entre las centenarias ramas de un árbol se posaban grácilmente decenas de vistosas aves, que competían por los suculentos frutos. Este mágico instante fue ideal para “recargar” energías y preludio para reconocer los alrededores.
Niños y jóvenes felices iban rumbo a la escuela y coincidían por las calles con campesinos, que transportaban leche recién ordeñada para elaborar quesos y cuajadas con técnicas que estoicamente han preservado por generaciones.
Dispuestos los viajeros a iniciar la inmersión cultural, cruzaron el río Mucuchachí por un puente de madera que a lo largo de su existencia ha visto no solo el paso del tiempo, sino también de animales de carga y las pisadas de al menos cuatro generaciones.
El sendero no presentaba dificultad y estuvo acompañado por el musitar de riachuelos que descienden las laderas de El Carrizal, cuyo camino ancestral sirvió para el intercambio comercial del sur de Mérida y los llanos occidentales entre el siglo XVIII y albores del XX.
A mitad del trayecto, un extraño ruido distrajo la serenidad del grupo y captó la atención de una curiosa chica. Era una moto conducida por un imberbe adolescente, que con dificultad alcanzaba los pedales, aunque se mantenía erguido al ingresar al potrero donde le aguardaban 3 vacas y sus becerros.
Algo vacilante, la chica se acercó al sitio donde el motorizado se disponía a su faena de ordeño; cordial y respetuosamente preguntó si podría ordeñar, aunque sin revelar que sería su primera vez. El chico respondió afirmativamente y tras comprobar la impericia dedicó un par de minutos para explicarle las pautas elementales.
La chica, con calma y procurando no lastimar a la vaca oprimió moderadamente las ubres. Su rostro reflejaba la extraordinaria experiencia que estaba teniendo y mientras la leche rebosaba blanca y espumosa en el cántaro de metal, una escandalosa bandada de periquitos cruzó el firmamento para amenizar la vivencia.
Los pueblos sustentan su identidad en el conocimiento adquirido de sus antepasados y la exponen con orgullo y algo de celo. Su objetivo es obsequiar “instantes” genuinos y únicos, que con el pasar de los años serán evocados por los viajeros en su cotidianidad; cuando por ejemplo coman queso, o beban un vaso de leche. A partir de allí, otorgan más valor a los productores rurales, que con dedicación y amor desarrollan labores que en el tiempo solo han variado en pocos aspectos y uno de ellos es, llegar a ordeñar conduciendo una motocicleta en lugar de montar una bestia de carga.
Las lecciones de vida surgen de personas que están convencidas de que su transitar por la tierra no debe ser en vano y, por el contrario, hay que dejar una impronta bonita y valiosa que el tiempo no ha de disipar.
Antonio Rivas
Especialista en Desarrollo Sostenible y Turismo comunitario y rural.
Fotos. Angélica Villamizar
21 de octubre 2025